Recuerdos infantiles de una travesía desde Nicoya hasta Puntarenas por el golfo de Nicoya

Por Danilo Chong – Kan. Empresario, escritor, historiador

Mi abuelo, José Chong Kan vivía en Puntarenas. Periódicamente, mamá nos llevaba a verlo. Desde Nicoya íbamos por Puerto Jesús A veces papá preparaba algo de comer para llevarle repostería u otras viandas que le gustaran. El viaje, empezaba siempre por la tarde. Tomábamos la cazadora que llevaba a Puerto Jesús en el Golfo de Nicoya.

El vehículo era propiedad de don Ricardo Zúñiga. Siempre estaba lleno de gentes y productos diversos. Mis hermanos y yo nos acomodábamos cerca de mamá. Los asientos eran acolchados de espuma y vinil. Hacía mucho calor y el polvo volvía asfixiante la travesía. Hacían paradas a cada rato; este era el único medio de transporte para mucha gente, hasta recados le daban al chofer o al cobrador. La parada más extensa era en La Mansión de Nicoya, mamá aprovechaba y bajaba a saludar a su tía y primo Luis Ali.

Y por fin, llegábamos a Puerto Jesús. Era un lugar de olor salobre, pocas edificaciones, tucas de maderas valiosas por doquier y rodeado de mucha vegetación. Mamá nos hablaba en chino, para que cuidáramos lo que llevábamos y no nos separáramos.

La gente aguardaba en un edificio viejo de largos tablones, levantado sobre pilotes enterrados en el barro. Muchas bancas para esperar el abordaje. Sacos de granos, quesos secos de color pardo muy olorosos, cajas de cedazo y madera con gallinas, latas grandes de contenido no sabido. La actividad era frenética. Esa tarde la lancha no había llegado aún, el calor húmedo hacia exasperar los humores. Se oyó un pitido largo y sostenido, el anuncio de que la embarcación llegaba.

El chuc, chuc , chuc se acercaba más sonoro. La gente gritaba en saludos y alertas. Y apareció la lancha, se acercaba lentamente, hundiendo las aguas oscuras calculando la llegada al muelle. Más gritos. Teníamos que esperar a que desembarcaran lo que traían. Hombres de cuerpos morenos, enjutos y sudorosos, se movían rápidamente.

A la hora de embarcar, me asusté. Los pasajeros tenían que abordar por un tablón de madera. Miraba las aguas lodosas, con las puntas de mangle que semejaban manos de momias, horror de caerse ahí. A todos nos ayudaron a embarcar. A los niños nos tomaban en vilo y adentro. En la lancha, había de todo tipo de mercadería, desde granos a pericos, hasta un chancho se oía chillar. La embarcación salió lentamente, bien cargada. Yo mareado otra vez no quería mirar esas aguas oscuras que me aterraban. Fijé la mirada en el cielo azul y las ramas del mangle.

Y me dormí. Desperté al rato la brisa era fresca. Algunos pasajeros compraban comida en la lancha, servidos en sendos platos y jarros de loza esmaltada. El ambiente era más relajado, las aguas eran verdeazuladas y tranquilas. Muchos conversaban a gritos por el ruido del motor.

Veía niños en la proa y me fui con el consentimiento de mamá. Pelo alborotado, ojos entrecerrados por el viento marino. Humedad en la piel y la ropa. Y de pronto un grito infantil .

¡ mireen !!!… Aparecieron los delfines!. Un grupo de cetáceos, nadaba al lado de nosotros. Sus cuerpos cilíndricos y oscuros, se deslizaban raudos y ágiles. Abríamos grandes los ojos para no perder el espectáculo.

Entre los niños, solo conocía a mi hermano Wilson, pero reíamos y hablábamos alegremente. Amistades instantáneas que solo los mocosos hacen. No preguntábamos nombres, no importaba, nunca nos volveríamos a ver. Llegábamos a Puntarenas siempre al anochecer. Recuerdo las luces lejanas que anunciaban el pronto arribo.

Abuelo murió cuando yo casi cumplía los siete años. Volví a Puntarenas muchas veces más con mi papá. Mi mamá nunca quiso volver…

Hace unos pocos años, invité a mamá a dar un paseo a Puntarenas. Tomamos la ruta del Ferry de Playa Naranjo. Conversamos de esos viajes. Le iba contando detalles y se sorprendió de lo que recordaba. ¿ usted se acuerda ? me dijo. Si jamás lo podría olvidar.

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