
Cuando se acerca el 25 de julio, el cuerpo lo presiente. No importa si uno está lejos o cerca: algo en el pecho se sacude. Es memoria, es identidad, es país. Aunque se celebre como la Anexión del Partido de Nicoya, todos los guanacastecos la asumimos como nuestra. Porque Guanacaste no es solo una provincia: es un país, en el sentido más profundo de la palabra. Como dicen en Suiza, el pays de Gruyère o el pays de San Bernardo: una región con carácter, costumbres, habla y ritmos propios.
En mi país —el de las rosquillas bañadas, las sabanas interminables, los atardeceres que muestran la magnitud de la Creación, la gente noble y trabajadora que no se arruga; el del calor en la tierra y en la voz— la celebración del 25 de julio no es una lección de cívica: es una vivencia. En mi caso, cuando crecía, uno se metía a la banda de la escuela casi por inercia,como quien se alista para misa o para “las fiestas…”. Estuve en la Banda de la Escuela Laboratorio John F. Kennedy. La dirigía. No recuerdo si por entusiasmo o por falta de quién más lo hiciera, pero ahí estaba: con pito en mano, marcando el paso. Aunque tengo un vago recuerdo de “haber confirmado” el puesto tras un pleito a güevazos.
Las vacaciones de julio no eran vacaciones. Ensayábamos en galerones prestados, en talleres con sombra, para que el debut del desfile fuera un secreto bien guardado. El duelo era silencioso pero latente: la Escuela Santa Ana al otro lado, nosotros en formación, esperando ver quién lograba opacar a quién. No había jueces ni medallas. Bastaba con que alguien dijera: “¡Qué bien sonó la Laboratorio!” para sentirse parte de algo grande. Los uniformes eran responsabilidad de la familia. Mi mama —que también fue mi maestra, y eso significaba doble presión— andaba en corre corre con otras mamas, haciendo el uniforme a escondidas para que nadie lo viera antes del propio 25.
Recuerdo que algunos no eran lo mejor para el calor, pero ni modo… nadie se arrugaba. Y en la noche del 24, mi mama seguía en su corre corre para que el ruedo del pantalón y de las enaguas de los Castrosalazar quedaran bien hechos y el Guanacaste se lleva por dentro cintillo perfectamente alineado. Uno, por dentro, rogaba que el pantalón no quedara picapollo, que no diera vergüenza. Y que, por favor, no se me olvidara nada el día del desfile. En Costa Rica no hay ejército. Gracias a don Pepe, decimos siempre. Por eso nuestras bandas no son de guerra: son solo bandas, que traen paz y alegría. Pero se respetan como si fueran militares.
Porque en esa marcha, bajo el sol, se iba formando algo más que música: se ensayaba la dignidad y el amor por el país… Recuerdo ver a compañeros desmayarse por el calor. No sé si era común. Pero sí era común que, antes del “¡agua, agua!”, se oyera el juicio: “¡Achará cuerpo!” o, con más dureza, “¡Cochinada de hombre!”, como si desmayarse fuera traicionar la patria. Confieso que durante años no tuve conciencia clara de que parte de Guanacaste —mi país— estuviera administrada por la provincia de Puntarenas. Estoy seguro de que eso se enseñaba en la escuela, pero uno no lo interiorizaba.
Porque para nosotros —ayer como hoy— Guanacaste va de la altura a la bajura, de la frontera a la península, a cabo Blanco y de la cordillera a las islas del golfo. Ahora que se acerca un nuevo 25 de julio, no necesito que se me recuerde nada para saber de dónde soy. Me basta oír un grito y el sonar de la marimba a la distancia. El ser guanacasteco se lleva por dentro.
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¡Guanacaste! tierra mía
Llena de sol y de aurora,
Donde hasta el niño que llora
Pone al llorar, alegría…
Guanacaste, Guanacaste,
Guanacaste tierra mía.
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Este texto fue redactado con el acompañamiento de Nube, inteligencia artificial generativa de OpenAI, a quien agradezco su paciencia y oficio editorial.
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