Un bosque verde es uno de los símbolos más emblemáticos del poder de la naturaleza, desde la abundancia de vida vegetal y animal que se refugia entre su espesa vegetación hasta el impacto positivo que tiene en el clima de la Tierra, gracias en parte a la fotosíntesis, que elimina el dióxido de carbono del aire, mitigando así los efectos del calentamiento global.
La tala de los bosques tropicales siempre verdes ha desempeñado un papel importante en la exacerbación de la crisis climática, y muchas iniciativas ambientales se centran en la rehabilitación de los bosques destruidos o la plantación de nuevos árboles. El problema es que, incluso si cubriéramos toda la superficie del planeta con árboles, la enorme fuerza fotosintética resultante aún no sería suficiente para absorber el enorme excedente de dióxido de carbono -el principal gas de efecto invernadero- que se ha bombeado a la atmósfera durante los últimos 150 años de actividad humana.
Existe otra forma de afrontar la crisis climática que, a diferencia de los bosques, no es ni natural ni verde, al menos no en el sentido literal de la palabra. Esta solución artificial consiste en erigir campos de paneles solares de color oscuro. Obviamente, la producción de electricidad a partir de energía solar tiene un impacto positivo en el equilibrio climático, ya que sustituye a las centrales eléctricas que utilizan combustibles fósiles como el carbón y el gas, reduciendo así las emisiones nocivas de gases de efecto invernadero que se acumulan en concentraciones cada vez mayores en la atmósfera.
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