El Misterio de cabuyal

Por Edgar Espinoza, periodista y escritor

Me acaba de suceder algo a lo que no le encuentro ninguna explicación por más que me exprimo el lado esotérico del cerebro. Como parte de nuestras frecuentes andanzas por las playas más remotas del país, me fui hace poco con mi hijo menor, Alonso, a visitar la de Cabuyal, en el Golfo de Papagayo, Guanacaste. Una playa espléndida de arenas blancas y aguas diáfanas perfecta para liberarse y olvidarse por un rato del mundo pero que, en mi caso, esconde entre su belleza sobrenatural un explosivo recuerdo de joven. Y esa fue la razón principal de visitarla otra vez 66 años después: reencontrarme con aquel lugar y momento para evocar cada instante, cada detalle, que puso en peligro mi vida y la de dos personas más.

Sentados sobre un tronco en la playa, aún desierta al amanecer de este 6 de junio, empecé a refrescarle la historia a Alonso quien, para tener una mejor idea del área donde sucedió, elevó su dron sobre el lomo de la península. Y con este volamos en el tiempo al Viernes Santo, 4 de abril de 1958. Las secuelas del verano, pero sobre todo de las quemas, invitaban a quedarse tendido todo el día en la hamaca a merced de la brisa del mar.

Un tío político mío, Hernán Roldán, su amigo Edgar (Guita) Zúñiga y yo, habíamos recalado a caballo la víspera en Puerto Culebra, en la bahía del mismo nombre, donde hoy está Marina Papagayo. Un edén de silencios milenarios apenas rotos por el escarceo de las olas, y de una soledad cósmica también apenas rota por el punto luminoso de una casita perdida en la lejanía. Nos hospedamos en tiendas de campaña a la orilla de la playa, a pocos pasos de la casa de Simón Jácamo, un buen hombre que vivía de la tierra y la pesca al lado de su esposa Sara y sus tres vástagos.

A Hernán y a Guita les encantaba el senderismo y la fotografía y, ese día, por respeto al Viernes Santo, decidieron darse apenas una «pequeña vuelta», rifle en mano por aquello de alguna fiera, a echar un vistazo por la tupida fronda de la costa. Conmigo ahí de sácalas, por supuesto. Sin darnos cuenta, la «pequeña vuelta» nos fue llevando montaña adentro atraídos por la huella fresca de un venado grande cuya cornamenta podría ser todo un trofeo fotográfico para ellos. De repente…el crepitar de hojas secas como de algo grande, pesado e invisible arrastrándose. Me pidieron detenerme para no espantar con mis saltos y jugueteos lo que fuera que anduviera por ahí, al tiempo que ellos, asomándose sigilosos entre la hojarasca, descubrían una aguada a poca distancia. Y en la aguada, tamaña serpiente cascabel bebiendo agua justo por donde debíamos continuar nuestro camino. Foto perfecta, con la bicha imponente, dictatorial y alerta. Para espantarla, Guita hizo un disparo al aire y… ¡horror! Tras la detonación, salieron despavoridas, en todas direcciones, decenas de animales, entre otros, más culebras de todos los colmillos y venenos que nos pasaban por debajo de las piernas.

En medio de aquella aridez bíblica, las aguadas eran el único oasis de toda esa fauna local que llegaba a saciar su sed, o a morir, ardida por el fuego del bosque. Seguimos luego nuestro zigzagueante rumbo ahora tras la danta que, estando cerca de la aguada, había huido montaña abajo por los canforros de un terreno agreste, espinoso y sembrado de precipicios. Pero para nuestro asombro, tras mucho perseguirla, nos dimos cuenta de que los papeles se invirtieron. De perseguidores nos convertimos en perseguidos: las lenguas de fuego, atizadas por los vientos del noreste, nos atrapaban a cada paso dentro de su diabólico anillo.

Corrimos de un lado a otro hacia donde pensábamos que podríamos evadir el fuego, pero, al llegar, más pastizales, matojos y árboles se consumían dándole más fuerza y combustión al apocalipsis. El fuego rugía devorando la jungla que en segundos quedaba reducida a cenizas y escombros huracanados en el aire encegueciéndonos e impidiéndonos escapar. Sentimos que nuestra hora final llegaba. Lo leí en la expresión de Hernán y Guita demudada por el terror. Los escuché rezar, invocar a la virgen de los Ángeles, prometerle a ella una romería para el primero de agosto y hasta pedirle perdón a Jesús que, como a esa hora, moría en la cruz.

No obstante, todas las vías de escape parecían cerrarse peor con llamas tan altas como los almendros de la India de 35 metros que, junto al resto del bosque, se retorcían y desastillaban al rojo vivo. Al calor satánico se unían, como otra barrera infranqueable, los guindos, que, de solo verlos, exacerban el vértigo y ese impulso patológico nuestro de querer lanzarnos al vacío para no morir achicharrados. Hasta que, en medio de nuestra errancia hacia un destino sentenciado a su final, a nuestro final, se nos abrió al frente un carril de montaña aún aislado de las llamas, pero ya no por mucho tiempo más, a juzgar por el vaho que empezaba a rostizarnos los pulmones.

Con el poco aliento que nos quedaba y sin la menor orientación de nada, seguimos deambulando por el bosque a veces con claros que nos ilusionaban ante la posibilidad de hallar alguna pista para salir de aquel escenario dantesco. Lo que fuera; huellas humanas, de caballo, gallinas o perros que nos dieran alguna esperanza, pero que de «alegrones de burro» no pasaban. No solo todo esfuerzo era vano, sino que el manto de la noche pronto empezó a caer, mientras nosotros… sin agua, comida, hamaca, brújula, foco ni repelente contra las purrujas y el zancudero que acechaba.
Los últimos minutos de luz los dedicamos a buscar dónde dormir a salvo de culebras, pumas, escorpiones y chanchos de monte, pero como no encontramos sitio idóneo alguno y la debilidad nos consumía, pernoctamos sobre el rellano de una pequeña colina que al menos nos protegiera del viento.

Los tres en camiseta, pantaloneta y zapatillas de lona, aterrados ante el frío paralizante de la madrugada que nos esperaba. Borrosa entre la bruma de las quemas, apenas pudimos distinguir el halo de la luna y darnos cuenta, horas después, de su ruta oeste, detalle crucial que no habíamos podido lograr horas antes con el sol por estar hundidos entre los cangilones de la costa. Tras una noche tiritando bajo los escuadrones aéreos de zancudos que hacían fiesta con nosotros, manjares impensados de su menú regular, temprano en la mañana, delirando por el hambre, la sed y el insomnio, seguimos rumbo oeste al encuentro con el mar.

No bien arrancar, tuvimos que abrirnos camino entre rocas, jaraguas, raíces, troncos y enredaderas, amén de una boa sobre un árbol caído, capaz de tragarse un buey en un solo aire. Al cabo de las horas, Hernán nos hizo la seña de que hiciéramos silencio. Algo ocurría. Y ahora ¿qué? Al instante, sonrió y nos preguntó con su rostro iluminado: «¿Escuchan?» Síííí, el cielo; las olas del mar reventando contra los acantilados en un arrebato de buenos augurios. Nadie de nosotros dijo nada. Solo nos miramos reprimiendo lo que debió ser un grito sideral de júbilo. Media hora después, el mar, de nuevo el mar, con playa Cabuyal a nuestros pies haciendo gala de sus tonos turquesa, arenas blancas y oleajes suaves.

Hacia el sur, Bahía Culebra, de donde habíamos partido hacía ya más de 24 horas y que, por la fatiga y el desgaste, veíamos aún distante, inalcanzable. Sacando fuerzas de flaqueza, caminamos a paso lento, orillados y de la mano de ese mar que nos decía cosas que no entendíamos, pero que nos inyectaba ánimo y vitalidad. Guita Zúñiga, exhausto pese a lo buen deportista que era como portero de Saprissa en ese entonces, estaba a punto de desfallecer cuando de pronto, al ver un árbol rebosante de frutas, se lanzó hacia él, entre cayéndose y levantándose, para embriagarse de su frescura y energía. Sin embargo, a la primera de ellas que se comió, su estado empeoró con vómitos, frío y convulsiones. Mi tío y yo no tuvimos tiempo de asustarnos. Mejor dicho, de asustarnos más de lo que ya veníamos. Sobrecogidos e impotentes, no hallábamos qué hacer ni cómo reaccionar.

Aun así tratamos de auxiliarlo, pero, sin nada a mano, ni siquiera agua, era inútil. Lo sujetamos para que al menos sintiera nuestros brazos dándole apoyo, pero la realidad era que se nos estaba muriendo en nuestros propios brazos. En eso, el canto cercano de un gallo. Canto que nos anunciaba la inminente y añorada presencia humana a poca distancia de allí. Mi tío corrió desalado tras la huella de aquel canto providencial, que se repitió cuatro veces, hasta llegar a una casona habitada por padres franciscanos en Nacascolo, cerca del hoy Four Seasons.

De inmediato, dos de ellos se pusieron en acción y llegaron al encuentro de Guita quien espumaba por la boca una baba blanca y espesa. ¡Había ingerido manzanillo, la «fruta de la muerte»! Sentía ardor, opresión e irritación en el esófago. Llagas por dentro. No podía tragar. Un nudo en la garganta se lo impedía. Lo tendieron en una tijereta al aire libre y le dieron de beber jugo de zanahoria y leche, y de comer, tortilla con picadillo. Volvió a vomitar, tuvo diarrea y por momentos prefería morir de lo horrible que se sentía, más la deshidratación y la fatiga. Varias horas después Guita se recuperó y los tres llegábamos a caballo a la casa de Simón Jácamo quien desde temprano en la mañana se había internado en la montaña con agua, comida y caballos a buscarnos.

Cumplida así esta cita histórica en Cabuyal, Alonso y yo nos encaminamos hacia el parqueo en el instante en que se estacionaba otro auto a la par del nuestro. Se bajaron un señor mayor, su pareja y la suegra. Tras saludarnos, él me pregunta: –Aparte de esta belleza, ¿qué lo trae por aquí tan temprano, amigo? –No me va a creer –le respondí–. Vine con mi hijo a recrear algo que me ocurrió aquí hace 66 años. Y de manera muy sucinta le resumí, con nombres y apellidos, los episodios más dramáticos de la odisea. Sin embargo, noté que, mientras le contaba, él sonreía nerviosamente, mirando a su pareja, sin saber qué decir y como no creyendo lo que yo les relataba. Desconcertado, hice una pausa y lo que él me dijo me puso la piel de gallina. «Mucho gusto –exclamó, dándome la mano–. Me llamo también Edgar Zúñiga. Soy hijo de Guita». Silencio sepulcral. Miradas atónitas. Confusión. No podíamos creerlo.

Y añadió: «¡Qué extraño! He venido hoy aquí exactamente a lo mismo. A mostrarle a mi familia lo que le ocurrió a mi padre hace 66 años». ¡No podía ser semejante coincidencia! Imposible. Él o yo pudimos haber llegado allí, cada uno por su lado, cualquier día de los últimos sesenta años. ¿Por qué ese día, a la misma hora, en el mismo lugar y con idéntico propósito? Más aún: yo había planeado venir aquí dos días antes, pero pospuse el viaje al tener que apersonarme al Tribunal Supremo de Elecciones a presentar la famosa propuesta del referéndum. Además, esa misma mañana yo iba a visitar primero playa Sanjuanillo y por la tarde Cabuyal, pero, a última hora, a sugerencia de Alonso, invertimos el itinerario. Por si fuera poco, ese 6 de junio cumplía Guita Zúñiga 18 años de fallecido. Increíble que, 66 años después, su majestad el misterio, ese inmortal personaje de la literatura, me siga impidiendo llegar al final de este cuento.

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