Por Héctor Schamis
Algunos meses atrás tuve un encuentro con una delegación de participantes en el “Programa de Liderazgo de América Latina” de Georgetown. Eran casi 40 jóvenes provenientes de 15 naciones del hemisferio, dos tercios de ellos mujeres. Todos en sus treintas, con grados universitarios, bilingües y muy articulados. En suma, una muestra representativa del mejor capital humano de la región, los líderes del futuro.
De hoy, en realidad. Con sus carreras en el tercer sector, el mundo “non-profit”, sus emprendimientos y plataformas abordan una amplia agenda social: salud y derechos reproductivos de la mujer; educación en computación para niños de familias de escasos recursos; protección del idioma nativo de poblaciones indígenas; capacitación en destrezas empresariales para campesinos; reciclado de desechos para contribuir a la conservación medioambiental, entre otros.
Mi clase en dicha sesión trató sobre la temática del desarrollo, el autoritarismo y la democracia. Analizamos las diferentes etapas históricas y sus rasgos principales; la recurrencia de los golpes militares; las dificultades para construir instituciones efectivas y, en consecuencia, la persistente inestabilidad económica y política. Y ello aún décadas después de las transiciones de los ochenta.
Una vez abierto el debate, comenzaron a surgir ejemplos de sus respectivos países. La discrecionalidad del Ejecutivo, el fraude electoral, la manipulación de la justicia, la pobreza y la desigualdad, la violencia y la vulneración constante de los derechos humanos, la persecución de periodistas, la pésima calidad del proceso legislativo y otros factores que revelan porqué la democracia en la región es tal sólo nominalmente. Ponga el lector nombre propio de su elección a cualquiera de estas desviaciones de la democracia constitucional, ellos lo hicieron.
En ese momento les pregunté directamente: ¿Quién de ustedes hace política? Se extrañaron y me miraron con cara de sorpresa, el salón quedó en silencio. Alguien alcanzó a decir: “todos nosotros hacemos política, somos parte de la sociedad civil. En nuestro trabajo cotidiano fomentamos el empoderamiento de grupos sociales desfavorecidos”.
Volví al tema. Sí, claro. Pero yo preguntaba por hacer política en un partido. Ser militantes de una idea y de un programa. Organizar y movilizar voluntades, diseñar campañas electorales, hacer proselitismo, fiscalizar elecciones, apoyar candidatos…eventualmente, “ser” candidatos y competir. O candidatas, claro. Todo eso que hacen los partidos políticos.
Otra vez silencio. Ahora tres manos se alzaron, quizás cuatro. ¿Y por qué tan pocos, pregunté? Es decir, ¿por qué la vasta mayoría de ustedes no se involucran en un partido, canal indispensable de participación en democracia? La respuesta fue casi unánime: “la política de partidos es mediocre, opaca, estéril, corrupta y en muchos casos capturada por el crimen”. Todo lo cual tiene bastante de verdad.
Es una anécdota, pero reveladora de un patrón: la prédica de la sociedad civil como agente, vehículo y actor democrático por excelencia; argumento que se ha hecho dominante. Nos dice que la sociedad civil es el lugar de la virtud, donde el capital social surge y la solidaridad entre los individuos se disemina, condición necesaria, si no suficiente, para la construcción democrática.
Sabemos que una sociedad civil plural y participativa es necesaria, mas no suficiente, para la democracia. La literatura está plagada de ejemplos sobre la alta densidad de capital social en organizaciones de la sociedad civil no precisamente democráticas, ello en diversos tiempos y lugares: del Ku Klux Klan a la mafia, del Opus Dei a Hezbollah, entre otros. O sea que hace falta más que sociedad civil para tener democracia.
Lo que hace falta es tener organizaciones capaces de canalizar la representación social, agregar intereses diversos, seleccionar y formar dirigentes, coordinar la competencia electoral, financiar campañas, elaborar propuestas e ideas, negociar diferencias y crear coaliciones capaces de gobernar; o sea, partidos políticos.
El problema en esto es la clásica profecía auto-cumplida. Pues si los mejores, los más capaces, los idealistas, los más honestos y altruistas rechazan los partidos, sin duda que la política será el lugar de los peores. Será, como es, el lugar de los vivos, los corruptos, los que tienen precio hasta para ser mercancía del crimen organizado.
La lógica en cuestión termina siendo anti-sistema. Como los que estigmatizan la política como una “casta”, concepto de moda. Claro que para ocupar esa reserva de mercado y convertirse en casta ellos mismos. El poder en la no-democracia es monopólico, en democracia es compartido. Solo los partidos de verdad practican compartir el poder.
Si queremos democracia hay que educar a los más jóvenes para que revitalicen los partidos políticos. Y hacer de la política el lugar de los mejores, de la virtud como en Aristóteles.
@hectorschamis. Fuente: INFOBAE
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